jueves, 29 de abril de 2010

La persona que más admiro del mundo



La persona que más admiro del mundo no ha recibido nunca ningún premio, jamás le han aplaudido, ni sabe lo que es un reconocimiento público... Pero no le importa, porque tampoco lo necesita.

La persona que más admiro del mundo no gana un gran sueldo, de hecho, no tiene sueldo; no posee grandes negocios, ni tiene empleados a su cargo... No sabría qué hacer con ellos y, probablemente, terminaría invitándolos a todos a almorzar.

La persona que más admiro del mundo no tiene títulos académicos, no ha estudiado ningún Master, ni ha pisado en su vida una universidad.... Pero es una experta en sicología, psiquiatría, recursos humanos, relaciones sociales, pediatría, gastronomía y puericultura (entre otras).

La persona que más admiro del mundo apenas sabe escribir, no ha firmado nunca un cheque, ni un contrato, no sabría rellenar el más sencillo de los formularios, tampoco ha podido ayudar nunca a ninguno de sus hijos a hacer los deberes... Las circunstancias de su vida la pusieron a trabajar cuando contaba trece añitos, y desde entonces no ha parado, sesenta años después.

La persona que más admiro del mundo lee con mucha dificultad, jamás ha leído un libro, no sabe quienes son Sócrates, Platón, Aristóteles, Cervantes, Shakespeare, Ortega y Gasset, García Márquez... Tampoco los echa en falta, sólo necesita sus recetas de cocina y sus gafas de aumento, el resto ya se lo ha dado la vida.

La persona que más admiro del mundo nunca ha oído hablar de la ley de la relatividad de Einstein, no sabe por qué se caen las cosas, ni cómo se formaron las estrellas y las galaxias... Simplemente las admira, se complace de que existan y convive con ellas.

La persona que más admiro del mundo no reza todos los días por los pobres, aunque tiene una imagen del Sagrado Corazón de Jesús en su dormitorio, no es socia de ninguna ONG, nunca ha salido a la calle a manifestarse por alguna injusticia... Sencillamente es incapaz de hacerle el menor daño a ninguna criatura.

La persona que más admiro del mundo no sabe el nombre de los gobernantes de su país, no sabe si quiera a quien vota cuando acude a las urnas, no sigue sus tejemanejes por los noticiarios... Ella deja que sean otros los que se preocupen por semejantes nimiedades.

La persona que más admiro del mundo nunca se ha preocupado por saber qué es la felicidad ni cómo puede conseguirse, tampoco entiende de caminos ni de búsquedas... Sólo ríe cuando tiene que reír y llora cuando tiene que llorar.

La persona que más admiro del mundo no se plantea objetivos en la vida, no aspira a conseguir nada más de lo que ya tiene, ni ansía poder, gloria o fortuna... Pero sí que suplica por que sus hijos sean buenas personas.

La persona que más admiro del mundo no pretende enseñar nada a nadie, tampoco da sabios consejos, ni clases magistrales o lecciones de vida... Simplemente es ella misma, y los demás ansiamos estar a su lado.

La persona que más admiro del mundo desconoce el significado de la palabra sabiduría (pero la tiene), no sabría definir lo que es el amor (pero ama), ni se cuestiona la existencia de ningún Dios... ¡Qué más da todo eso!

La persona que más admiro del mundo no entiende nada de nuevas tecnologías, ni de desarrollo sostenible, ni de cambio climático, ni de guerras por el poder, ni de la escasez de agua, no conoce nada de historia, no piensa en el pasado, ni se preocupa por el futuro... Se limita a vivir y nada más.

La persona que más admiro del mundo, como ya habrán adivinado, es mi MADRE. Sólo es una madre más, como tantas otras que hacen posible que este planeta siga girando y girando sin parar... Y todo el que la conoce la quiere.

Dedicado a todas las madres del mundo.


viernes, 23 de abril de 2010

Más allá de la Frontera

Maldigo al primer ser humano que interpuso una frontera imaginaria entre él y uno de sus semejantes. Maldito sea mil veces aquel ignorante individuo que en un remoto día fue el primero en pronunciar las infames palabras “mío” y “tuyo”; ojalá se pudra por siempre en los infiernos. Maldigo las perversas razones que le condujeron a tan depravado comportamiento de menosprecio fraternal. Yo maldigo también a la siniestra evolución que nos arrebató sin misericordia las eternas primaveras y las brisas suaves de la edad de oro de la tierra primigenia y nos condujo irremediablemente a través de las edades de plata y bronce hasta llegar a la más actual de las edades, la más violenta y desgarradora, la corrompida edad de hierro. Maldigo las patrias, las banderas, los himnos, las lindes, los idiomas, las vallas, las aduanas, los iconos, las ideologías y todo aquello que suponga una diferenciación ficticia entre individuos de la misma especie.

Éstos han sido los responsables de las mayores matanzas y peores injusticias de todos los tiempos. Por culpa de todo ello existe E.T.A, Al Qaeda, los nacionalismos estrechos de miras, el fanatismo religioso, las miserias de unos y las riquezas de otros, los gobiernos totalitarios y déspotas,...

Soy un ciudadano del Todo; mis hermanos son los seres que en Él habitan. Sus dominios comienzan allá donde nacen los vientos, y acaban donde se oculta el arcoiris. Mi bandera son las nubes que rodean todo el globo ondeando en lo más alto del cielo, y no necesita asta donde ser colocada. Mi himno, el sonido de las olas del mar rompiendo en la dura roca o el melodioso canto del ruiseñor en la profundidad del bosque. Mi idioma es el Lenguaje del Mundo. Las estrellas son el único confín que conozco; y los horizontes que contemplo, la luna y el sol. Mi Templo es mi cuerpo, y el único ritual que requiere mi religión es la meditación.

Si te agrada mi patria, siempre serás bien recibido en ella. La única condición que te exige es que olvides fuera los prejuicios, las prohibiciones, las dualidades (sobretodo aquella de “yo” y “los demás”), la envidia, el rencor, la ira, el odio. Entra con la mente limpia y clara como la de un bebe recién nacido antes de ser bautizado y déjate llevar. Si dudas de la existencia del paraíso, olvida todo lo conocido hasta ahora y sígueme; está más cerca de lo que imaginas. Te prometo una existencia plena y feliz hasta el fin de todos los tiempos. Te aseguro la completa desaparición de todas tus actuales y absurdas preocupaciones.

En este lugar no se conoce el miedo, porque no hay nada que temer. Tampoco existe el amor, ya que todo es amor. No se habla de paz, debido a que la guerra es impensable. No hay principio ni fin; el nacimiento y la muerte sólo son pasos intermedios. Aquí no tienen cabida jefes ni gobernantes, la Naturaleza es la única que impone leyes e imparte justicia. En nuestra tierra no son necesarios papeles para vivir dignamente; no se conocen ciudadanos ilegales. En este mundo, el único propósito es vivir. Mientras naden peces por sus ríos y mares, el cielo sea surcado por aves de todos los colores y de la tierra broten los más variados frutos, seremos ricos y dichosos; todos por igual... Y al que pronuncie la palabra “frontera” se le colgará del árbol más alto de este infinito Reino.



Las cuatro edades. Extraído del libro Metamorfosis, de Ovidio:

La edad de oro fue la creada en primer lugar, edad que sin autoridad y sin ley, por propia iniciativa, cultivaba la lealtad y el bien. No existían el castigo ni el temor, no se fijaban, grabadas en bronce, palabras amenazadoras, ni las muchedumbres suplicantes escrutaban temblando el rostro de sus jueces, sino que sin autoridades vivían seguros. Ningún pino, cortado para visitar un mundo extranjero, había descendido aún de sus montañas a las límpidas aguas, y no conocían los mortales otras playas que las suyas. Todavía no estaban las ciudades ceñidas por fosos escarpados; no había trompetas rectas ni trompas curvas de bronce, ni cascos, ni espadas; sin necesidad de soldados los pueblos pasaban la vida tranquilos y en medio de suave calma. También la misma tierra, a quien nada se exigía, sin que la tocase el azadón ni la despedazase reja alguna, por sí misma lo daba todo; y los hombres, contentos con alimentos producidos sin que nadie los exigiera, cogían los frutos del madroño, las fresas de las montañas, las cerezas del cornejo, las moras que se apiñan en los duros zarzales, y las bellotas que habían caído del copudo árbol de Júpiter (la encina).

Había una primavera eterna, y apacibles céfiros de tibia brisa acariciaban las flores nacidas sin cimiente. Pero además la tierra, sin labrar, producía cereales, y el campo sin que se le hubiera dejado en barbecho, emblanquecía de espigas cuajadas de grano. Corrían también ríos de leche, ríos de néctar, y rubias mieles goteaban de la encina verdeante.

Una vez que, después de haber sido Saturno precipitado al Tártaro tenebroso, el mundo estuvo sometido a Júpiter, llegó la generación de plata, peor que el oro, pero más valiosa que el rubicundo bronce. Júpiter empequeñeció la duración de la primavera antigua, haciendo que el año transcurriese, dividido en cuatro tramos, a través de inviernos, veranos, otoños inseguros y fugaces primaveras. Entonces por vez primera el aire, encendido por tórridos calores, se puso candente, y quedó colgante el hilo producido por los vientos. Entonces por vez primera penetraron los hombres bajo techado; sus casas fueron las cuevas, los espesos matorrales y las ramas entrelazadas con corteza de troncos. Entonces por vez primera fueron las semillas de Ceres enterradas en largos surcos y gimieron los novillos bajo la opresión del yugo.

Tras ésta apareció en tercer lugar la generación de bronce, más cruel de carácter y más inclinada a las armas salvajes, pero no por eso criminal. La última es de duro hierro; de repente irrumpió toda clase de perversidades en una edad de más vil metal; huyeron la honradez, la verdad, la buena fe, y en su lugar vinieron los engaños, las maquinaciones, las asechanzas, la violencia y la criminal pasión de poseer. Desplegaban las velas a los vientos, sin que el navegante los conociese aún apenas, y los maderos que por largo tiempo se habían erguido en las altas montañas saltaron en las olas desconocidas, y el precavido agrimensor señaló con largas líneas las divisiones de una tierra que antes era común como los rayos del sol y como los aires. Y no sólo se exigían a la tierra opulentas cosechas y alimentos que ella debía dar, sino que se penetró en las entrañas de la tierra y se excavaron los tesoros, estímulo de la depravación, que ella había escondido llevándolos junto a las sombras de la Estige. Y ya había aparecido el hierro dañino y el oro más dañino que el hierro; apareció la guerra, que combate valiéndose de ambos y con mano sangrienta blande las armas que tintinean. Se vive de la rapiña; ni un huésped puede tener seguridad de su huésped, ni un suegro de su yerno; incluso entre hermanos es rara la avenencia. El marido maquina la ruina de su esposa, y ésta la de su esposo. Madrastras horribles preparan los lívidos venenos del acónito; el hijo averigua antes de tiempo la edad de su padre.

La piedad yace derrotada, y la Virgen Astrea (la justicia) ha abandonado, última de las divinidades en hacerlo, esta tierra empapada de sangre.”


viernes, 16 de abril de 2010

Credos


¿Se han parado alguna vez a pensar en la infinidad de problemas, injusticias y crueldades que se han cometido y se comenten a diario debido a las creencias, ya sean ciertas o falsas?

Cuántas personas habrán sido asesinadas a lo largo de la historia de la humanidad por creer o no creer en algo.

Cuántos pueblos habrán sido aniquilados por creer en algo distinto a otro más fuerte.

Cuántos seres humanos habrán sufrido daños, humillaciones, vejaciones o habrán sido perseguidos y expulsados de sus hogares por negarse a creer en algo que otros trataban de imponerles.

Cuántos dictadores y personas sin escrúpulos han alcanzado el poder porque su pueblo creía en ellos en un momento determinado.

Cuántas parejas se habrán roto porque uno de sus miembros creía saber algo sobre el otro que no le agradaba; como por ejemplo, que éste le era infiel o no le amaba lo suficiente.

Cuántas personas habrán sido condenadas injustamente porque otras creían que eran culpables de algo.

Cuántas personas no habrán alcanzado la felicidad porque no se creían merecedoras de ello.

Cuántas personas no habrán intentado comenzar una bonita relación de amor con otra por creer que no serían correspondidas.



¿Por qué los seres humanos seguimos empeñados en que las creencias, o no creencias, sigan dirigiendo nuestras vidas, en demasiadas ocasiones, en contra de nuestra voluntad y de nuestros intereses?

¿De verdad son todas necesarias?

Una persona puede creer o dejar de creer en algo por tres motivos diferentes: el conocimiento, la ignorancia o el miedo.

Sobre el conocimiento hay poco que decir. Éste nos lleva a creer en cosas como la gravedad, la evolución, la rotación de la Tierra, el sistema solar, la fuerza electromagnética, la energía de las estrellas, las placas tectónicas, la composición molecular del agua, etcétera. Que sean hechos demostrados científicamente no prueban que sean forzosamente ciertos, como ya ha ocurrido en muchas ocasiones, pero al ser aceptados mayoritariamente y estar fundamentados sobre determinados conocimientos que se poseen en ese preciso momento, son creencias que pueden estar plenamente justificadas.

Las creencias motivadas por la ignorancia también están, por desgracia, muy generalizadas. Y no me refiero a las creencias en elementos sobrenaturales o difícilmente demostrables, como pueden ser la creencia (o falta de ella) en un único Dios, o en espíritus, fantasmas, etc. Me refiero a las creencias que no vienen motivadas por el sentido común o por un amplio razonamiento, sino más bien han sido establecidas por tradición, por herencia, por que es lo que todo el mundo cree o es lo que nos han enseñado a creer cuando éramos unos niños. Estas creencias irracionales son también las que nos llevan a romper con una pareja por creer que nos miente, sin haberlo podido demostrar; o son las que nos llevan a prejuzgar a otras personas tan sólo por su aspecto, procedencia, forma de hablar, tradiciones,... llevándonos incluso en ocasiones a condenar a inocentes. La ignorancia es también la que nos conduce a creer en determinadas personas que no son merecedoras de nuestra confianza, como ocurre muchas veces con los políticos a los que votamos en las urnas.

Pero la peor de todas es, sin duda, la creencia motivada por el miedo. Tampoco aquí me refiero a las creencias impuestas por terceros, ya que, un credo es algo tan personal que sería imposible obligar a alguien a creer en algo en lo que no quiere creer. Distinto es el que algunas personas finjan creer en algo por temor a ser rechazadas, expulsadas, humilladas, asesinadas, etc., como han tenido que hacer infinidad de personas a lo largo de la historia para salvar sus vidas. Pero este es un caso distinto al que estamos tratando, ya que nadie puede saber nunca lo que otra persona cree realmente, a no ser que ésta se lo diga, y todos sabemos lo fácil que es mentir. El auténtico peligro del miedo, aparte de ser totalmente irracional, es que ataca a lo más íntimo y personal que posee cualquier persona: a la mente; llevándola a actuar de forma inconsciente y peligrosa, como si de un bebé se tratase. Algunos ejemplos: todas aquellas personas que han creído y creen en un único Dios tan sólo por el miedo al castigo que Éste podría infringirles, en caso de existir; la imposibilidad de entablar alguna relación seria con otra persona por creer que no va a funcionar, es decir, por el miedo al rechazo; las injusticias cometidas sobre otras personas por creer que podían ser peligrosas, o sea, por el temor que producía el que fueran diferentes; la elección de un determinado líder por creer que será mejor que los otros existentes, o lo que es lo mismo, por miedo a ser gobernados por alguien no deseado; el miedo injustificado a ciertos animales que sabemos que son inofensivos, por creer que nos podrían hacer daño de alguna manera. Y así podríamos continuar con multitud de temores infundados, inconsistentes, que continuamente atenazan nuestro cerebro obligándonos a creer en cosas que no pasarían ni un primer examen racional, y que nos llevan a tomar decisiones perjudiciales para nosotros mismos o para otras personas y terminan conduciendo nuestras vidas por caminos que no son los más adecuados, ni los que realmente nosotros deseamos.

Las creencias surgidas por la ignorancia o el miedo pueden ser confundidas fácilmente. La diferencia fundamental sería que la primera nos llega del exterior: mentiras, manipulación, tradición, falsas interpretaciones, etc.; mientras que las creencias fundamentadas en el miedo, son estrictamente personales, y difícilmente podrían ser expuestas de forma lógica y razonable, aunque, paradójicamente, suelen tener más peso sobre nuestras decisiones, y por tanto en nuestras vidas, que cualquier otra. En muchas ocasiones pueden coincidir; cuando es la ignorancia la que hace brotar el miedo en nuestro interior, haciendo que éste se aferre a nuestro subconsciente hasta el punto de que lleguemos incluso a olvidar el verdadero motivo por el que llegó allí. En cualquier caso, tanto unas como otras son igualmente perjudiciales, y deberíamos luchar con toda nuestra energía por hacerlas desaparecer para siempre de nuestras vidas.



Conclusión: Nos complicamos demasiado la vida por creencias que, en la mayoría de los casos, ni tan siquiera es necesario que nos las planteemos. Por ejemplo, si nadie puede convencerme fehacientemente de la existencia, o no existencia, de un único Dios, ¿de qué me sirve planteármelo siquiera? Yo sé que tengo que procurar hacer lo correcto en todo momento; si Dios existe, sabrá recompensármelo, y si no, podré dormir con la conciencia tranquila por haber actuado como es debido. No tiene porqué cambiar nada el que crea o no. Ni que decir tiene que se puede creer en Dios libremente de una forma racional y consciente, teniendo muy claro lo que esto significa y siendo coherentes en todo momento con dicha creencia, de hecho, yo admiro a las personas que logran hacerlo, y encuentran en la fe un auténtico apoyo en sus vidas. Si lo pensamos bien, lo realmente importante de una creencia no es si ésta es verdadera o falsa, sino el daño o el beneficio que podría llegar a hacer. Lo mismo se podría concluir de otras muchas dudas que nos surgen diariamente y con las que convivimos. Solución: simplemente olvidarlas y actuar conforme nos dicten nuestros sentidos; sobretodo, el sentido común.

En definitiva, cuidado con lo que crees o dejas de creer, podría destruir tu vida (o solucionarla).



Yo creo en la grandiosidad del infinito Universo, por ser el creador y protector de todo lo conocido.

Admiro y respeto al Sol, porque me da luz y calor, y sé que es el origen y el germen del que surgió nuestro planeta.

Creo en la madre Tierra, porque me sustenta, me alimenta y me da abrigo.

Bendigo a la Luna y a las Estrellas, porque iluminan el cielo nocturno, dándole una belleza incomparable.

Amaré y protegeré por siempre al Agua, porque me refresca, me hidrata, y sé que es fuente de vida.

Comprendo y acato la acción del Viento, porque ayuda a mantener el planeta con temperaturas agradables y soportables, compatibles con la vida.

Adoro a todas las criaturas vivas que pueblan el vasto mundo, porque sin ellas nuestra existencia sería imposible, a parte de mucho más aburrida y sin sentido.

Creo en todos los hombres y mujeres santos que han dedicado su vida a impartir sabiduría y buenas obras por el mundo, porque gracias a ellos, la humanidad tiene un esperanzador futuro.

Creo en mí y creo en ti, porque nos une el espacio y el tiempo; porque este es nuestro momento; porque si no lo aprovechamos ahora, puede que nunca podamos hacerlo.

Y con respecto al resto de los misterios de la existencia, tan sólo soy un insignificante ser humano, nada digno de creer o dejar de creer en ellos.

Mis creencias no precisan de ninguna muestra externa de adoración, aparte de un profundo amor y respeto hacia todo lo que me rodea. Yo no necesito alzar los brazos entonando una plegaria; no necesito unir las manos en recogimiento junto a mis hermanos; tampoco tengo necesidad de hincar las rodillas en tierra, ni de fundirme en un abrazo con mis semejantes...

No pido que nadie crea en mí. Tan sólo pido ser amado y respetado. Es todo lo que pido, créanme.


viernes, 9 de abril de 2010

Una vez... más

Una vez habité en un lugar cálido y confortable. Nada enturbiaba mi mente, todo estaba acorde a mi sentir y a mi ser. Allí todo estaba limpio, imperaba la armonía. No me sentía querido, ni deseado, ni tampoco lo contrario, simplemente no sentía nada que pudiese empañar aquel instinto de plenitud que me envolvía y que me aseguraba que yo lo era Todo. Nada me preocupaba, y era feliz.

Pero el inquebrantable tiempo que todo lo puede volvió a intervenir, como siempre, en contra de mi voluntad.

Pobre voluntad, ¡qué sabrá ella de estas cosas!

Entonces ocurrió lo indeseable e inesperado. Mi vida sufrió el cambio más traumático que jamás pude imaginar. De repente todo se volvió caótico; una fuerza maléfica y extraña que no sé de dónde provenía me empujó violentamente hacia fuera (o hacia dentro, no lo sé), obligándome a abandonar aquel remanso de paz que hasta el momento me había servido de refugio y hogar. El único que conocía y entendía.

A partir de ahí, mi vida dio un vuelco radical. Ya nada sería lo mismo. Ese nuevo mundo, frío y maloliente, era totalmente opuesto a aquel otro que acababa de dejar para siempre. Aquí la supervivencia no era fácil, había que ganársela día a día, minuto a minuto. Nada me era regalado, tenía que luchar por el sustento, pedirlo a gritos, conformarme con lo que otros me ofrecían. Aprendí lo que es el hambre, el frío y la incomprensión. Constantemente me sentía sucio, ultrajado, humillado hasta lo más bajo que un ser sintiente podría estarlo. Ya no era el dueño y señor de mi hogar, me convertí en alguien débil y totalmente dependiente del entorno y de otros seres más fuertes que yo, pero no por ello más inteligentes o sensatos. Ese era mi pesar.

Pero el tiempo continuó su transcurso inmutable, impasible a todo cuanto me sucedía. Y como no podía ser de otra forma, terminé adaptándome a todo aquel desorden. Incomprensiblemente sobreviví y me hice más fuerte. Fui aprendiendo de la experiencia, comprendí los misterios que mueven los hilos en este otro mundo lleno de contradicciones. Sintonicé con él hasta mudar del todo mi sentir y mi ser, para llegar a convertirme en una pieza más de aquel laberinto de deseos e inquietudes. Me convertí en todo un ser humano, cargado de pasiones, temores, ambiciones y dolor.... mucho dolor. Dolor que llegó a impregnarse de tal manera en mi ser que incluso llegué a inmunizarme; aprendí también a manejar y controlar sus mejores antídotos: el placer y el olvido. Aunque no siempre funcionaban.

Olvidé por completo que un día fui feliz.

También desalojé de la memoria aquel tránsito lacerante que me arrojó a este abismo en el que habito; ni tan siquiera puedo estar seguro de que aquella triste transformación haya sido la única sufrida por mi alma durante su devenir por el universo infinito. No puedo estar seguro de haber olvidado igualmente las anteriores. En lo que respecta a esta última, sólo me atrevo a decir que quizás la olvidé porque inconscientemente pensé que sería definitiva, que no podría haber otra igual, que ya me encontraba en el lugar al que pertenecía.... pero me equivoqué.

En plena edad adulta, con toda una vida por detrás cargada de recuerdos, de buenos momentos y de otros no tan buenos, habiendo alcanzado ya una supuesta estabilidad emocional, social y financiera, sin mayor pretensión que la de desear que pase el tiempo con generosidad y lentitud.... de nuevo vuelve mi espíritu a sufrir otra traumática sacudida haciéndolo zozobrar sobre una presunta marea en calma.

La diferencia fundamental radica en que en esta ocasión no me ha cogido totalmente desprevenido. Sin saber cómo ni porqué, acojo el sentimiento en mi interior de llevar preparándome durante muchos años para este nuevo cambio. Al igual que el anterior me llevó nueve meses hasta completar la materia necesaria, en este otro también he necesitado de un tiempo prudencial para evolucionar y madurar lo suficiente como para comprender y aceptar lo que me está ocurriendo. Ahora sé que los cambios son buenos, por tanto, ya no me asustan, aunque aún tarde en comprenderlo del todo.

Tampoco podré saber, al menos por ahora, si será el último y definitivo. Nada de eso me preocupa. Ahora es mi mente la que ha evolucionado lo suficiente como para saber que la única razón de estar (que no de ser) del ser humano en este mundo pasajero es la de amar y ser amado (aunque la mayoría lo abandonen sin percatarse de ello).

Y a esa misión encomiendo todo mi cuerpo y toda mi alma.


sábado, 3 de abril de 2010

Ego


Y llegó el caos, la desolación total, las puertas del abismo se abrieron y la caída fue imparable y estrepitosa. Mente andaba totalmente perdida, no distinguía sueño de realidad, la verdad terminó difuminándose entre ilusiones y fantasías, los recuerdos se tornaron inútiles, como vacíos de contenido. Mientras, Alma vagaba sin esperanzas en un espacio eterno e infinito, flotando en la desolación de saberse olvidada, o peor aún, creyéndose no deseada.
La batalla parecía haber concluido, y el enemigo victorioso, encumbrado en su poder, campaba a sus anchas por doquier; aquel enemigo invisible y omnipotente que poco a poco, lenta, pero inexorablemente, supo instalarse en las más altas estancias que gobernaban la totalidad del Reino, pensando que ya no habría quien lo derribase de allí, quien le arrebatase el mando absoluto de la nave.
Ya nada volvería a ser lo que fue... al menos eso es lo que todos pensaban.
Pero jamás se puede dar una batalla por concluida mientras el impávido tiempo continúe su caminar inalterable hacia delante... siempre hacia delante.
Y así fue como hizo acto de presencia alguien a quien nadie esperaba. Nadie contaba con él porque a todos les era desconocido, a pesar de haber estado siempre ahí, oculto en la sombra, creciendo, haciéndose fuerte, esperando el momento preciso para saltar al ruedo. La paciencia es la virtud por excelencia de nuestro héroe: Espíritu.
–¿Quién eres? –quiso saber Mente–. ¿Por qué vienes ahora a complicarlo todo? Acaso no ves que estamos bien, vete de aquí, no te necesitamos. Ahora todo está tranquilo.
–No me iré sin antes devolverte la luz –contestó Espíritu.
–¿Dónde estabas? Te eché de menos –dijo Alma, interrumpiendo así su letargo, al oír aquella voz que creyó reconocer de un pasado muy lejano y apenas perceptible.
–Nunca me fui, siempre he estado con vosotros, sólo que era débil, jamás sospeché que tendría que vérmelas con un enemigo tan fiero y voraz, y admito que me asustó, por eso me recluí lejos, muy dentro, donde no podría hacerme daño. Lo necesitaba, sólo así he podido fortalecerme, adiestrarme para la lucha, ya que ésta será dura, no habrá cuartel.
–Pero de qué lucha hablas, qué estáis confabulando –insistió Mente–. No permitiré que interfiráis en mi felicidad. Me ha costado mucho obtenerla. Largaos los dos, ya no os necesito.
–No le escuches, está poseído –advirtió Alma–. Pensé que incluso acabaría conmigo, tuve que desaparecer de su vista.
–Lo sé, no te preocupes, yo volveré a reconciliaros. Libraré a Mente de la oscuridad que la atenaza y tú, Alma, amiga, podrás volar libre de nuevo, como antaño, ¿recuerdas?
–Lo cierto es que ya casi no recuerdo nada del pasado, el enemigo es demasiado poderoso, más de lo que imaginas, a pesar de que he tratado de alejarme, de parecer indiferente, no lo he conseguido, y poco a poco ha ido apoderándose se mí, golpeándome sin compasión hasta conseguir dejarme sin sentido; creí morir, peor aún, desaparecer. No me pidas retroceder en el tiempo, ya no me quedan fuerzas.
–Llorica presuntuosa, ¿quién te has creído que eres? –volvió a protestar Mente–. Tú no eres nadie, no eres nada, debí acabar contigo hace mucho. Recuerda que aún puedo hacerte desaparecer cuando quiera.
–No le hagas caso –trató de tranquilizarla Espíritu–. No es ella la que habla, ni siquiera sabe lo que dice y mucho menos es capaz de hacer nada de lo que cree.
–Sí, ya estoy acostumbrada a su mala educación. Pero dime, cómo vas a vencer a un enemigo al que nadie conoce, que nadie sabe cómo actúa, ni dónde. Un enemigo con tantas máscaras, capaz de transformarse incluso en ti mismo, cómo se puede derrotar a alguien así.
–¿Qué crees que he estado haciendo mientras permanecía en las sombras? –respondió Espíritu–. Lo he buscado incansablemente, he estudiado sus movimientos, lo he seguido desde la distancia.... ahora sé quien es, lo he desenmascarado, conozco su identidad y ya no puede escapárseme.
–Pero cómo... ¿De quién se trata? –quiso conocer Alma.
–Su nombre es Ego –respondió Espíritu con solemnidad.
–¿Ego? De qué hablas, estás desvariando –increpó Mente–. No existe nadie llamado así, a mí no me engañas con tus patrañas.

Pero al tiempo que pronunciaba estas palabras, en el rostro de Mente apareció un atisbo de duda que no pudo disimular... de duda o quizás de miedo.
Espíritu no tardó en reanudar el combate, sabía que su adversario no se lo pondría fácil, tenía demasiadas armas con las que contraatacar. El valor era una y otra vez aniquilado por el incansable miedo; si empuñaba la esperanza, Ego se defendía con el pesimismo; cuando Espíritu blandía la fe, su enemigo lo atajaba con el escepticismo; ante la caridad, la ira se crecía; la justicia era golpeada constantemente por la sinrazón, la sabiduría poco o nada podía hacer contra la infinita ignorancia ni la apática indiferencia y el odio aparecía como un escudo de acero contra la bondad y la solidaridad. Pero Espíritu no se rendía, muy al contrario se hacía más fuerte conforme luchaba, porque esa era su condición. De esta manera, el tiempo estaba a su favor, conforme se sucedían los combates Ego iba perdiendo poder, agotando sus energías, sus ataques se hacían más débiles y esporádicos.
Por fin Alma fue recobrando su confianza perdida y Mente logró de nuevo atisbar algo de luz; al principio sólo por momentos puntuales, pero con el tiempo fue aumentando su libertad y lucidez hasta llegar a distinguir al enemigo que la atenazó durante tanto tiempo cuando éste se acercaba amenazando de nuevo su integridad, siendo capaz ahora de oponerle resistencia. La realidad fue abriéndose camino y la verdad resurgió de sus cenizas esparcidas al viento.
Espíritu nunca bajaría la guardia, porque si algo sabía de cierto de su enemigo es que éste era invencible, inmortal, de ahí que no pretendiese nunca su muerte y desaparición, sabía que debía conformarse con derribarlo una y otra vez cada vez que asomase la cabeza. Este conocimiento no le hacía palidecer, ni caer en la desesperanza, porque sabía que en la lucha residía su propia fuerza, su existencia, así que simplemente se limitaba a resistir.

–¿Qué ocurrirá si algún día Ego termina por destruirte? –preguntaron con preocupación Mente y Alma.
–Podéis relajaros –dijo Espíritu con tranquilidad–, cuento con una gran ventaja: mi fuerza puede mantenerse o aumentar, pero nunca disminuir. Y además, ahora que ya os he mostrado el rostro del enemigo, que ya lo conocéis, no estoy solo en la batalla.