viernes, 30 de julio de 2010

Libertad


Una de mis últimas entradas, la titulada “El Esclavo” y, sobretodo, los comentarios que suscitó, me hicieron pensar mucho acerca de lo que llamamos “libertad” y el concepto que cada uno tenemos sobre ella. Intentar definir esta palabra es tarea ardua difícil, ya que es un término muy personal e íntimo. Cada cual tiene el umbral de su libertad a diferente altura.

Es evidente que todos tenemos que ganarnos la vida de alguna manera, mantener una familia, alimentarnos, cobijarnos bajo un techo... en definitiva, vivir. Todo esto es costoso, ya se haga en medio de la naturaleza recolectando fruta, cazando animales salvajes y fabricándonos una choza o acudiendo a diario a una oficina durante ocho horas a cambio de un sueldo. Ambos métodos pueden ser perfectamente válidos y tan dignos y respetables tanto el uno como el otro. Por consiguiente, no creo que hablar de libertad sea hablar de la forma en la que cada cual se gana la vida.

Y entonces, ¿en qué consiste la libertad?, ¿qué persona se puede considerar más libre? Quizás la libertad radique en la capacidad de elección de cada uno de ellos. Josep Lluís mencionaba la siguiente cita de Forges:

“Soy libre...

... puedo elegir el banco que me exprima; la cadena de televisión que me embrutezca; la petrolera que me esquilme; la comida que me envenene; la red telefónica que me time; el informador que me desinforme; y la opción política que me desilusione.”

Suena bastante deprimente, pero a mi entender, Forges, con su habitual ironía, no iba mal encaminado. Tenemos capacidad de elección, por tanto, somos libres. Si en vez de vivir en una sociedad civilizada y democrática, viviésemos en medio del campo a expensas de los elementos, no tendríamos bancos que nos exprimiesen ni televisiones que nos embruteciesen, pero nuestra supervivencia y felicidad seguiría dependiendo de otros factores también ajenos a nuestra voluntad, como pueden serlo las condiciones medioambientales, la variedad vegetal y animal del hábitat, nuestras habilidades naturales, nuestra salud, etc. Es decir, todo es muy relativo.

Pero si es así, ¿por qué nos sentimos tan maniatados y esclavizados de todo lo que nos rodea? A mi parecer, puede que esto se deba a que no utilicemos esta capacidad de elección que tenemos debidamente, o sea, que la mayoría de la gente es incapaz de elegir lo que en verdad le conviene de entre toda la oferta que se le ofrece. Por ejemplo, es cierto que la televisión puede embrutecer, pero también es verdad que existen algunos programas de calidad que nos enseñan algo positivo; o, a unas malas, nadie nos obliga a tenerla encendida. También con los bancos tenemos una amplia gama donde escoger, y a los que poder exigir; siempre habrá algunos menos malos. Y lo mismo se podría decir de todo. Sólo es cuestión de conocer todas las ofertas que tenemos a nuestro alcance y elegir la que mejor se adecue a nuestras necesidades. Evidentemente siempre habrá unos límites insuperables, pero como ya hemos dicho, esos límites existirán en cualquier situación en la que nos encontremos. Son los límites que establecen las circunstancias.

Por lo expuesto, pienso que seremos más libres cuanto más opciones tengamos a nuestra disposición donde elegir. Pero no sólo eso, también es esencial el conocerlas todas a fondo y el poder decantarnos libremente por la que queramos, cosa que habitualmente no ocurre. Lo normal es que nos fiemos ciegamente de lo que nos vendan otros, atendiendo a sus necesidades particulares que nada tendrán que ver con las nuestras. O que nos dejemos llevar confiadamente por las corrientes impuestas también por otros, sin pensar siquiera en otras posibilidades que también existen y que podrían ser mejores y estar a nuestro alcance si nos preocupásemos por conocerlas. Sin este conocimiento, nuestra libertad se verá sensiblemente mermada, además de manipulada. Y estos otros a los que hago referencia no tienen porqué ser siempre extraños, pueden ser perfectamente personas de nuestro entorno, como padres, hermanos, vecinos, pareja sentimental, hijos, etc.

Resumiendo, se podría decir que será más libre la persona que disponga de más opciones donde elegir, mejor conocimiento tenga sobre cada una de ellas y, por supuesto, menor coacción sufra a la hora de optar por la que desee. Y esto es algo que se podría aplicar a todos los ámbitos de la vida: trabajo, amigos, lugar donde vivir, creencias religiosas, aficiones, ocio, etc.

Pero hasta ahora no se ha dicho nada sobre la libertad de pensamiento tan comentada en la entrada anterior mencionada. ¿Cómo podría influir un pensamiento libre en todo lo expuesto anteriormente? Recordarán que también yo mencionaba la posibilidad de ser más libres encerrados en una prisión que viviendo en libertad y rodeados de toda clase de lujos y placeres; ¿cómo puede ser esto posible?

Intentaré explicarme, aunque no es fácil. La sensación de libertad está íntimamente asociada con las necesidades de cada uno, de ahí que sea algo tan personal. Pondré un ejemplo sencillo: si yo necesito un automóvil, me sentiré más libre conforme más modelos tenga donde elegir, mejor los conozca y mayor sea mi capacidad para poder comprarme el que desee. Pero quizás me sienta aún más libre si resulta que me doy cuenta de que en verdad no necesito ningún automóvil; entonces no tendré la necesidad de buscar distintas ofertas, informarme sobre cada una de ellas, ni de dinero para comprar el que quiera. Lo mismo se podría deducir sobre cualquier otra necesidad que tengamos, o creamos tener. Es decir, a menor número de necesidades y deseos, mayor libertad.

Es esta última idea la más difícil de llevar a la práctica, debido a la sociedad tan consumista y meritocrática donde vivimos, y donde nos obligan desde nuestra niñez a desear más y más cosas de todo tipo, y aumentando desaforadamente esta pasión consumidora conforme vamos creciendo y vamos acomodándonos sin percatarnos de ello a esa idea equivocada y tan extendida del “tanto tienes, tanto vales”, y que sólo termina conduciéndonos de cabeza al pozo sin fondo de la esclavitud y la desdicha. Esta idea, no sólo es aplicable a las necesidades materiales, sino también a aquellas otras necesidades sociales y anímicas que todos tenemos, el deseo de ser amados, queridos por otros, la necesidad de sentirnos integrados, tener éxito o ser respetados por los demás.

Pero aún se me ocurre otra de las grandes lacras que no hacen más que mermar nuestra limitada libertad: el miedo injustificado. Miedo a perder el trabajo, la pareja, a no conseguir nuestros objetivos estipulados, a no ser aceptados por la sociedad, a parecer extraño, a sentirnos vigilados, a padecer alguna enfermedad grave, al futuro incierto, a la soledad, al olvido, a la muerte.... y un largo etcétera. Cada uno de estos miedos lo único que consiguen es paralizar nuestras mentes y sumergirnos es un estado de continua alerta y estrés mortificante. En pocas palabra, nos impiden actuar con libertad. De nada nos sirve el disponer de todo y tener todas las posibilidades de obtener lo que queramos si continuamente estamos asustados por el qué dirán o el qué pasará. Simplemente, el miedo evitará que utilicemos nuestra libertad debidamente, siendo él el que gobierne directamente nuestros actos y, por tanto, nuestras vidas.

La única forma que se me ocurre de evitar este sentimiento pernicioso y de poder llevar a la práctica el desapego mencionado anteriormente, es con una educación adecuada, donde se nos enseñe de verdad a pensar por nosotros mismos, apartados de modas y corrientes actuales, que evite que entremos, o si ya lo hemos hecho, que nos permita salir de esa fosa oscura a la que nos lleva sin remedio la insensatez y la ignorancia, y que sólo puede tener un final: el sufrimiento.




viernes, 23 de julio de 2010

Esclavos

 Tiempo atrás, el esclavo era azotado, humillado y tratado como la peor de las escorias existentes. Transcurrían sus días junto a los perros, su vida valía menos que nada, su única ilusión consistía en sufrir lo menos posible; su mayor anhelo, una muerte apacible. No poseía bienes, el tiempo no le pertenecía, el respeto le era desconocido y el mejor de los dones que podía recibir era un trato apacible. Su condición le era impuesta a la fuerza, por herencia o por la mala suerte de pertenecer al bando perdedor; en nada contribuían sus dotes para las letras, la ciencia, las armas, la política o cualquier otro tipo de saber. La única habilidad que se le exigía era la perfecta sumisión y la disposición inalterable para el duro trabajo. Tal era la vida del esclavo, y nadie se cuestionaba su existencia y utilidad. Eran indiscutiblemente necesarios para el buen desarrollo de cualquier nación, ¿quién si no iba a trabajar en el campo, recoger las cosechas, servir a los señores, arriesgar sus vidas en interminables construcciones descomunales, extraer los minerales necesarios...?

Por entonces no existía duda alguna sobre la posición de cada cual. Mientras el esclavo se arrastraba suplicando por un mendrugo de pan, el señor le pateaba sin contemplaciones y, si tenía a bien, le arrojaba algunas migajas. La vida del esclavo no solía ser demasiado larga, lo cual acortaba su agonía, proporcionándole la muerte prematura el merecido descanso. Era lo que había... y estaba bien.

En la actualidad, el esclavo se levanta temprano, cuando el estridente sonido del despertador le anuncia el comienzo de su jornada. Desde ese preciso momento en el que abandona la realidad de sus remotos e intransferibles sueños, su mente deja de ser libre y pasa a ser propiedad indiscutible del Señor que la haya entrenado para su uso personal. Ya no es azotado ni golpeado brutalmente, ahora se le domestica desde el mismo día de su nacimiento para que su sumisión sea total, pacífica y consentida, como siempre se ha hecho con cualquier animal doméstico: trabajo a cambio de comida, techo y pequeños placeres engañosos.

Pero el hombre ha llegado a ser más inteligente que el animal, así que los medios para lograr este sometimiento incondicionado han tenido que avanzar también en la misma proporción, siendo ahora más sutiles e imperceptibles de lo que nunca han sido; ya no basta el mendrugo de pan. El infernal despertador tan sólo es uno de los muchos aparatos inventados por los poderosos para tener al esclavo en su mano cuando lo desee. Existen otros muchos más sofisticados y eficaces, como la televisión, la radio, los periódicos, las escuelas o las actividades de ocio, con su tremendo poder de sugestión y absorción.

Pero el mayor y más inteligente de todos estos inventos es sin duda alguna el dinero. Pagarle un sueldo al esclavo para luego exigírselo con intereses para que éste pueda ejercer cualquiera de sus “derechos” con “libertad”, es de una genialidad sin precedentes en el mundo. Cierto que también es la única forma que tiene el esclavo de dejar de serlo para convertirse en Señor, o para subir algún peldaño en la jerarquía, ya que también hay esclavos de primera, de segunda y de tercera, pero precisamente ahí radica su originalidad tan excepcional. Porque aun cambiando de condición, siempre continuará siendo esclavo del mismo dinero que lo ha encumbrado; sencillamente perfecto.

El dinero, junto con el adoctrinamiento previo del esclavo para inculcarle el deseo inamovible de convertirse en Señor, son las mejores armas con las que cuentan los señores de la actualidad para seguir disponiendo hasta el infinito de un ejercito de esclavos sumisos, obedientes y disponibles a toda hora, para cualquier fin que ellos tengan a bien, siempre con las miras de aumentar más y más su poder y grandeza.

Y para ello, estos señores conocen a la perfección los entresijos mentales que gobiernan los actos del esclavo: su insaciable sed de poder, el deseo irrefrenable de placer ilimitado, la ira y la envidia que le mueven a cometer las acciones más viles e indignas por igualarse al vecino o por someter a todo el que es diferente. Todo ello es explotado hasta la saciedad con el único objetivo de mantener a las hordas de esclavos subyugadas y resignadas a su condición de esclavitud. Incluso el alargamiento de la vida y su mejor calidad es aprovechado convenientemente para que el esclavo sea más productivo y eficiente, lo cual da que pensar y sospechar.

Porque, ciertamente, el esclavo ha mejorado mucho su calidad de vida a lo largo del tiempo... pero aún queda mucho trabajo por delante hasta acabar del todo con la perniciosa esclavitud... si es que ello es posible. Porque se me ocurre que quizás sea condición indispensable para la existencia humana la presencia de amos y servidores, ya que siempre habrá mucho trabajo por hacer y pocos que quieran hacerlo.

Por todo lo expuesto, lo único que se me ocurre para abandonar de una vez por todas esta miserable condición de esclavitud, es aprender a vivir de forma sencilla, con las menores necesidades posibles, siendo autosuficientes y alejándonos del voraz consumismo que nos sumerge hasta el cuello en el infierno de la podredumbre desde el que se sustenta el puesto de poder del amo. La lucha por la libertad es la única batalla que se me antoja justa y necesaria, y creo que tampoco es tan difícil ganarla, ya que se puede ser más libre estando encerrado en la más sombría prisión del lugar más alejado y olvidado de la Tierra, que viviendo en una suntuosa mansión rodeado de todos los lujos y placeres creados por el hombre. Porque, mientras te dejen pensar libremente, podrás ser libre. Sólo así se podrá derribar la tortuosa barrera de la educación impuesta y del modo de vida establecido por otros, para poder dar rienda suelta al divino libre albedrío, con el que aún no han podido. No sabemos el tiempo que tardarán en hallar el modo de hacerlo.

La Libertad es la única forma de vida digna, por ello, SÉ LIBRE, aunque tengas que comportarte como un esclavo ante los demás (¡qué sabrán ellos!).


viernes, 16 de julio de 2010

Dios no existe, lo dice un Creyente

 Hace algunos años llegó a mis manos un libro, para mí, bastante revelador; su título es: Mitos Sumerios y Acadios, de una edición preparada por Federico Lara Peinado. En él aparecen las traducciones de algunas de la miles de tablillas en escritura cuneiforme halladas a finales del siglo XVIII en el territorio que antiguamente se dio a conocer con el nombre de Mesopotamia, entre los ríos Tigris y Éufrates del Medio Oriente. Corresponden a la civilización sumeria y acadia, que habitaron esta zona del planeta hasta hace unos tres o cuatro mil años aproximadamente. Estas tablillas se encuentran entre los escritos más antiguos conocidos, ya que los sumerios fueron los precursores de la escritura moderna y, por tanto, la primera civilización de la historia conocida o, por decirlo de otro modo, los inventores de la historia. Todo lo anterior a ellos, pertenece a la prehistoria. Ellos fueron los primeros en dejar por escrito documentos relacionados con su vida, sus leyes, política, costumbres y, como no, con sus creencias religiosas, que es de suponer fueron heredadas de sus antecesores desde tiempos inmemoriales.

En concreto, el libro nos muestra la traducción de algunas tablillas que nos hablan de las creencias religiosas de este pueblo, o sea, su mitología. Entre muchos otros, se nos muestran relatos sobre:

- La creación del cielo y la tierra y de todo lo que en ellos se contiene, incluido el hombre, a partir del barro y la mujer a partir de una costilla del hombre.

- La creación por parte del dios Enki de un lugar donde el hombre podía vivir sin miedo a los animales, un lugar sin terror. Pero Enki descubrió un comportamiento inadecuado en los humanos y los expulsó.

- Las luchas fraternales entre el pastor Dumuzi, dios del ganado, y el labrador Enkimdu, dios de la agricultura, los cuales se enfrentan por el amor de la diosa Inanna. O los dioses Emesh y Enten, que inicialmente fueron encargados por Enlil , uno de las cosechas y la agricultura y otro de los animales y el ganado, pero que tuvieron una gran disputa. Un problema parecido hubo entre Ashnan (diosa del grano) y Lahar (diosa del ganado); después de una borrachera se pelearon y Enlil y Enki tuvieron que mediar entre ambos.

- Ziusudra (Utnapishtim para babilonios o Atrahasis para acadios), que fue avisado por el dios Utu de un gran diluvio que los dioses mayores provocarían durante 7 días y 7 noches para acabar con el hombre, hartos como estaban del comportamiento ruidoso de éstos. Entonces, Ziusudra creó un gran barco donde guardó ejemplares de semillas y animales que volvió a liberar una vez hubieron bajado las aguas, no sin antes cerciorarse soltando primero una paloma y un cuervo (según versión acadia).



Para mí, el hallazgo de estos valiosísimos documentos suponen la prueba irrefutable de que la Biblia, y más concretamente los libros del Génesis, son pura mitología. Teniendo en cuenta que estos primeros libros de nuestras Sagradas Escrituras son el pilar fundamental sobre el que se sostienen las tres principales religiones monoteístas del planeta y la enorme influencia que éstas siguen teniendo en los devenires de la historia, me parece de crucial importancia que este antiguo descubrimiento sea más divulgado públicamente de lo que ha sido. De hecho, yo di con ellos por pura casualidad.

¿Por qué en los colegios y universidades nos enseñan con todo lujo de detalles toda la mitología grecorromana y no la sumeria o la semita anterior a la Biblia que es más antigua y, por tanto, debiera ser más interesante? Mi respuesta es por la relación tan directa que existe entre ellas y nuestras creencias religiosas, como demuestran los relatos anteriores, que, como digo, tan sólo son una muestra.

De hecho, según dice la Biblia, Abraham procede de la ciudad de Ur, una de las más importantes ciudades sumerias, con lo cual es de suponer que cuando huyó de ella a finales del II milenio a. C., llevase consigo todos estos conocimientos y creencias de su pueblo, que no serán más que una continuidad de la mitología perteneciente a las civilizaciones anteriores.

Y si continuamos en el tiempo hacia delante, podemos darnos cuenta como nuestras religiones siguen esa continuidad lógica. En el cristianismo, sobretodo, se dan muchas similitudes con aquellas otras politeístas de la antigüedad. También ellos tenían un dios y una diosa para cada ciudad, con sus templos y cultos específicos, igual que aquí, donde cada pueblo o ciudad posee su patrón y su patrona particular, con sus imágenes, iglesias, festejos, etc. propios de cada uno.

Me da por pensar que si, dentro de diez o quince mil años aún existen humanos conocedores de su historia, a nosotros nos relacionarán directamente con los sumerios de hace más de cinco mil años, al igual que nosotros relacionamos a éstos con los acadios o relacionamos a los griegos con los romanos de la era precristiana. Curioso, ¿verdad? Es para ponerse a pensar.

Por cierto, no es mi deseo quitar las ganas a nadie de leer la Biblia, yo lo hice y no me arrepiento, es más, se lo aconsejo a todo el mundo; es una lectura muy educativa y aleccionadora, sabiendo siempre a qué atenerse. Si leemos y nos gustan los clásicos griegos y latinos y aprendemos con sus mitos y leyendas, por qué no podríamos aprender también de nuestra mitología, que también es nuestra historia y raíces. Además, que el Génesis de la Biblia sea una farsa, no quiere decir que no pueda existir un Dios, o unos dioses, todopoderosos y creadores. Me temo que eso es algo que nunca podremos saber con certeza, lo que abre un amplio abanico de posibilidades. Algo muy interesante también.


viernes, 9 de julio de 2010

Dios existe, lo dice un No creyente


Recordando mi tiempo pasado, me doy cuenta de los muchos cambios que en mí se han producido con el correr de los años. Uno de ellos tiene que ver con mis creencias religiosas, y es de lo que quiero hablar en estos momentos, ya que una acuciante reflexión se ha instalado hace algún tiempo en mi castigado cerebro, obligándome una y otra vez a pensar sobre ello. Este escrito pretende ser mi liberación de dicha tortura, aunque me temo que dicha liberación sólo será temporal, como suele ocurrir con todo lo que compete a los arcanos misterios de la mente. Aún así, la apremiante necesidad de desahogo me insta a hacerlo, convirtiéndote a ti, inocente lector, en víctima involuntaria de una de mis incesantes ideas imposibles.

Y sin más dilación vamos a ello.

De pequeño fui criado, no de forma muy estricta, en la observancia de la fe católica, apostólica y romana, debo decir que más por tradición y cultura que por propia fe. Así que hasta bien pasada mi adolescencia y metido de lleno en mi juventud creía sin sombra de duda en la existencia de un Dios todopoderoso, omnipresente y creador; creía también que se hizo carne en la persona de su hijo Jesucristo, bajando a la Tierra con el fin de salvar a todos los hombres de sus pecados; creía en la Virgen María, en los ángeles, en los santos, en el perdón de los pecados, en la vida eterna, etc. Era lo que me habían inculcado desde mi nacimiento, no conocía otro modo de vida y, por tanto, nunca me surgían dudas al respecto ni se me pasaba por la mente que todo aquello podía ser falso o no del todo cierto. Creía ciegamente, lo cual no quiere decir que sea malo; a esas edades no hay otra forma de creer que no sea la infundida por las personas que nos rodean y nos inspiran con su ejemplo.

Con más de veinte años, no sabría decir exactamente cuándo, cómo ni por qué, me volví ateo hasta la médula; supongo que sería un proceso paulatino, un cúmulo de circunstancias, la que me llevaron a tal situación de incredulidad (aunque más que incredulidad yo lo llamaría un cambio de creencias, ya que no creer en ningún Dios también supone un acto de fe importante). También supongo que sería un cambio lógico, fruto de nuevos entornos sociales y transformaciones hormonales tendentes a la rebeldía propias de la edad.

Así permanecí durante largos años, hasta que más adelante, en otro momento de mi vida de mayor madurez y solidez emocional, llegué al convencimiento de la pérdida de tiempo que suponía el plantearse estas cuestiones metafísicas de imposible resolución, así que concluí en dejar de cuestionarme tales cosas, es decir, entré en una etapa de pasotismo religioso. Pensé (y sigo pensando) que las creencias religiosas eran algo íntimo y personal, y que cada cual podía creer en lo que le diese la gana siempre y cuando respetase a sus semejantes y no hiciese daño a nadie.

Esta idea fue evolucionando con el transcurrir del tiempo, incubando una nueva transformación que surgiría desde lo más profundo de mi ser, cambiando mi modo de pensar y de ver las cosas hasta el momento actual (a ver lo que dura). Empezaré a explicarme con un ejemplo que creo que puede ser bastante esclarecedor, y además fue el germen sobre el cual afloró este pensamiento (nada nuevo, por otro lado): no sé si conocerán la forma que tienen en la India de domesticar a los elefantes (yo lo vi en un documental, no vayan a pensar que he domesticado a ninguno). De pequeño, le atan una pata a una estaca con una cadena, de manera que si el elefante tira de ella, ésta le aprieta y le hace daño. La cría de elefante aprende, y en poco tiempo deja de tirar para zafarse. Pasado un tiempo, su dueño e instructor le puede retirar la cadena tranquilamente sabiendo que el paquidermo no intentará huir jamás. La cadena ya no está, no existe, nadie la ve... Nadie excepto el elefante, para él sigue estando, y permanecerá allí toda su vida. Aunque la cadena sólo esté en su mente, para él será tan real como cuando estaba físicamente apresando su pata y privándole de la libertad. El elefante no sólo cree en la cadena, sino que además actúa en consecuencia resistiéndose a escapar de su dueño.

Pues pienso que lo mismo ocurre con Dios, o con cualquier otro tipo de creencia. Mientras exista alguien que crea en Él y actúe en consecuencia, será como si Dios existiese. Poco importa que no sea una realidad física, palpable e incuestionable, lo realmente importante es que es una idea que posee vida propia a través de la gente que en ella cree; sus consecuencias son reales: hay gente que muere, otras que se salvan, a otras muchas les da sentido a sus vidas, o les ayuda a afrontar la inevitable muerte, etc. Todo esto es real, y es la idea de Dios en la mente de la gente la que produce estos efectos y tantos otros en el mundo en que vivimos. Por poner otro ejemplo más cercano, sé de gente mayor, creyentes, allegados a mí, a los que su creencia en Dios les proporciona tranquilidad y bienestar, les da una explicación, necesaria para ellos, sobre el misterio de la cada vez más cercana muerte, y esto es algo que les infunde confianza y ánimo en sus quehaceres diarios. No seré yo quien intente persuadirlos de sus ideas, máxime cuando ni siquiera estoy seguro (ni podré estarlo nunca, me temo) de cual sería la verdad sobre la que tendría que convencerlos. La lástima es que también se dan muchas consecuencias negativas, y es contra ellas contra las que habría que luchar sin tregua, ya que la mayoría de las veces, estas consecuencias no tienen nada que ver con las creencias en sí, sino que vienen más bien impuestas por intereses particulares ajenos a ningún tipo de religión.

Yo ahora me alegro de que me hayan educado como lo hicieron, a pesar de haber renegado tanto de ello. Reconozco que tuvo sus inconvenientes, como el sentimiento de culpabilidad tan atormentante cada vez que me masturbaba, por mencionar alguno, pero no hay nada perfecto en esta vida (quizá en la otra sí). Incluso estoy llegando a pensar, de acuerdo con mi mujer, que a mi futuro hijo empezaré a educarlo también de la misma forma (aunque algo más abierta), observando los preceptos, rituales y, sobretodo, la moral cristiana, tal y como hicieron conmigo. Con el tiempo, y a medida que vaya adquiriendo madurez, supongo que podré ir revelándole lo que realmente opino, y que él decida. Creo que es un enorme error dejar que un crío se eduque sin ningún tipo de fe religiosa, porque entonces él tomará las suyas propias, que seguramente irán más encaminadas a la diversión y el juego que a otra cosa, como es lógico, teniendo en cuenta la falta de desarrollo emocional y mental de un niño. Puede que sea un poco pronto para hablar de estas cosas, ya que desconozco las nuevas transformaciones que el tiempo producirá en mí, pero de momento es esto lo que opino.

En fin, pues esto es todo lo que tenía que decir (de momento); ya me quedo más tranquilo (espero). En definitiva es lo que vengo diciendo desde hace tiempo: lo importante de las creencias no es si son ciertas o no, sino el daño o beneficio que hacen o pueden llegar a hacer.

Y concluyendo, que cada cual crea en lo que quiera y deje creer a los demás también en lo que les venga en gana, siempre con la barrera del respeto mutuo y la mirada puesta en el bienestar general, que a fin de cuenta también es el propio.

(Escrito hace más de dos años.)

viernes, 2 de julio de 2010

El payaso evocador

 Cuando Ramón abrió los ojos aquella mañana, lo primero que vio justo en la pared frente a su cama, fue una mancha de humedad con la forma perfecta de un payaso.

–Qué ironía –pensó–. Un payaso en este lugar tan sórdido y lúgubre.

¿Pero qué lugar era aquel sórdido y lúgubre en el que había amanecido Ramón esa mañana? En la confusión del despertar apenas podía recordar dónde se encontraba y, mucho menos, cómo había llegado allí. Pero ese momento de plena libertad que transcurre cuando nuestra conciencia aún no ha sido inundada por las aflicciones y amarguras propias de la humanidad, tan sólo permaneció durante un breve instante de salvación en la mente de Ramón. Una fugaz mirada hacia la derecha bastó para devolverle de golpe a la profundidad del abismo desde donde resurgía su triste realidad.

Allí se levantaban, rígidas y amenazadoras, las mismas rejas oxidadas que la noche anterior se cerraban a su espalda, confinándole en la más absoluta de las miserias a la que puede ser arrojado un ser humano. Ramón sabía que sólo saldría de aquella oscura y húmeda celda para dirigirse a la aún más oscura, aunque salvadora, muerte en el paredón.

¿Pero por qué tan cruel final para una vida joven y llena de ilusiones? Su confusa conciencia aún se sentía incapaz de vislumbrar con claridad la totalidad de la desesperanza que le había conducido ante aquella desgraciada situación. Las borrosas imágenes de su pasado más reciente, el vivido tan sólo unas horas atrás, irrumpían en su cerebro con una lentitud desesperante, como una película en blanco y negro en cámara lenta y descolorida por el tiempo, como si se tratase de una realidad transcurrida muchos años atrás y vivida por otras personas en otros tiempos.

Desafortunadamente no cabía duda de que había sido él el protagonista de aquella barbarie perpetrada el día anterior y que empezaba a cobrar una trágica solidez en su atormentada cabeza de recluso. Ahora sí podía recordar con tremenda claridad el momento en el que, junto con sus exaltados compañeros, vaciaban todas aquellas latas de gasoil sobre los destartalados bancos de madera de la iglesia de San Esteban, la misma en la que tantos sermones del padre Antonio había oído durante su infancia y juventud junto a su padre y hermanos. El mismo padre Antonio que en esos momentos de locura yacía moribundo, aunque con la suficiente lucidez como para percatarse de todo lo que ocurría, sobre el sagrado suelo de su parroquia de toda la vida.

Por desgracia, la sucesión de horribles imágenes no se detenía ahí. También pudo ver sus propias manos encendiendo la cerilla que haría sucumbir bajo las llamas al antiguo edificio de arquitectura barroca y poner fin a la también antigua vida de su párroco. “¡Arde en el infierno, maldito cura fascista del demonio!” oyó gritar a su compañero Miguel mientras todos corrían despavoridos para ponerse a salvo, desperdigándose sin control por las empedradas calles del pacífico pueblo que los había visto crecer. Por un instante también se le encendió en la mente la figura de su amigo Miguel quince años atrás, vestido con un inmaculado traje blanco de marinero, a unos metros del altar de la iglesia que acababan de incendiar, arrodillado frente al padre Antonio, aquel cura que acababan de quemar vivo y al que el mismo Miguel había golpeado cruelmente en la cabeza minutos antes; lo podía ver claramente recibiendo por primera vez el sagrado sacramento de la comunión; también podía ver con nitidez, ya que él estaba a su lado en tan insigne momento, como lo había estado siempre, la sonrisa bonachona y sincera del párroco al tiempo que colocaba sobre la lengua de su futuro verdugo la redonda lámina comestible que por aquel entonces todos estaban convencidos de que era el cuerpo de Jesucristo, y que con tanta ilusión y alegría recibían en aquel día junto con el resto de compañeros de clase, incluida María, que aún no podía albergar ni sombra de sospecha de que terminaría locamente enamorada de aquel muchacho de tez pálida y pelo revuelto cuyo máximo empeño en la vida consistía en pellizcarle el culo siempre que tenía ocasión, y al que todos llamaban Ramoncito.

“¡Dios mío, María!” su abstraído subconsciente no había perdido aún la costumbre de invocar al Dios olvidado en momentos de desesperanza, como lo era justo aquél, en el que la imagen de su amada tendida sobre el inmundo suelo, inerte y con la cabeza destrozada por la certera bala de un soldado fascista, tan oportuno como despiadado, se le presentó con una brutalidad inusitada haciéndole saltar del desvencijado catre para agarrarse con rabia e impotencia a las rejas que le arrebataban la libertad. Y fue entonces cuando el duro y valiente Ramón volvió a convertirse en el inocente Ramoncito de hacía quince años; llorando desconsoladamente regresó al mugriento colchón y se entregó por completo al cruel destino al que las circunstancias le habían empujado y que ingenuamente él creía haber elegido libremente.

En su agonía no podía dejar de preguntarse cómo había llegado a esa situación; cómo había podido ser capaz de empujar a la locura a todos sus antiguos amigos y, sobretodo, cómo había permitido que le siguiese en su delirio también María, la angelical María, la persona a la que más había querido en el mundo y por la que sería capaz incluso de ingresar en un seminario si se lo pidiese, no digamos ya de dar la vida por ella si pudiera. Pero no; en vez de pedirle que ingresara en un seminario le animó a continuar con su cruzada antifascista y le apoyó en su particular lucha por salvar el mundo de las hordas nacionales que amenazaban la libertad.

¡Qué ingenuo! Salvar el mundo. Cómo si éste dependiese de un pobre infeliz como él o de un grupo de desalmados revolucionarios iluminados. En estos momentos de amargura ni tan siquiera estaba seguro de la verdad por la que luchaban. Pensó que también aquel miliciano fascista que le arrebató de un disparo y para siempre a su querida María, tendría una verdad por la que perseguir y exterminar a personas como él; pensó que el padre Antonio también había muerto injustamente por una verdad incomprensible para todos ellos. Pensó que tal vez no existiese ninguna verdad por la que matar o morir. Claro que qué sentido tenía ya pensar en todo esto.

En estas angustiosas reflexiones se encontraba Ramón, cuando de nuevo su mente fue tornándose difusa, y poco a poco, sin apenas percatarse de ello, fue dejando la tormentosa realidad que le atenazaba para penetrar en el tranquilizador mundo de los sueños, donde aún existía la esperanza.

Cuando volvió a abrir los ojos, pensó que tan sólo habían transcurridos unos pocos segundos desde que su cerebro fabricase aquel extraño sueño que difícilmente podía recordar; años más tarde sospecharía que fueron muchos más que segundos. Lo primero que pudo ver apoyado sobre la pared que tenía en frente de su acogedora habitación y junto a la videoconsola y el televisor, fue el payaso de trapo que le regaló su padre al cumplir cinco años. Habían pasado ya cuatro años de eso y aún lo conservaba intacto, como uno de sus juguetes preferidos. Más adelante, también presentiría que el motivo de su conservación era otro bien distinto, más profundo y misterioso, cuando el mismo payaso de trapo, envejecido y algo remendado y en esta ocasión en el dormitorio de su propio hijo, volviese a ser el lazo de unión entre dos épocas bien distintas dentro del mismo mundo, aunque vividas por el mismo espíritu.

En ese primer instante de lucidez, trató de aferrarse con fuerza a la borrosa reminiscencia que aún flotaba en su mente y en la que se veía a él mismo, aunque bastante mayor y cambiado, encerrado en una oscura prisión y recordando inquietantes sucesos sobre el incendio de una iglesia, la muerte de un cura, amigos entrañables y un apasionado amor. “Qué tontería”, pensó el pequeño Ramón, “¿por qué iba nadie a quemar una iglesia?”. ¿Y quién sería esa tal María a la que era incapaz de verle el rostro? Con nueve años, a Ramón aún le producía náuseas la idea de enamorarse de alguien. Tampoco podía entender por qué en ese momento de confusión sentía tanta ansiedad y desesperanza, y su corazón le mantenía en un estado de agitación que nunca antes recordaba haber experimentado.

Pero al igual que todos los sueños, este también fue desvaneciéndose misteriosamente de la conciencia de aquel inocente niño, aunque no así de su más profundo subconsciente, donde permaneció durante años esperando con paciencia la oportunidad para resurgir de nuevo, justo en el momento de que su portador fuese capaz de comprender por qué un trágico suceso acaecido en un tenebroso pasado había sido evocado setenta años después en la mente virgen de una cándido muchacho de nueve años.


A este relato le tengo mucho cariño porque fue el primero que escribí en mi vida, hace ya algunos años, cuando entré en La Escuela de Letraslibres.